La disputa entre Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner es, sin duda, una disputa de poder. Es que, aunque la Vicepresidenta quiera soslayar al hombre que ocupa el sillón de Rivadavia, a quien ve como una figurilla menor en el anfiteatro político doméstico, el señor es el Presidente de la Nación y, en ese carácter, único titular del Poder Ejecutivo de este país.
Claro que la Vicepresidenta es la dueña de buena parte de los votos que lo pusieron a él en ese lugar. No de todos, pues en tal caso habría sido ella la candidata, pero sí, sin Cristina, Alberto no sería presidente. Es lo que dijo la vice en su discurso en la provincia de Chaco: ¿qué poder ni poder? Cuando yo lo elegí, Alberto no representaba ni a Magoya. No era Massa, Daer o Pérsico. ¿De qué poder me hablan?
El problema es que esto que era cierto el 18 de mayo de 2019 (que Alberto no estaba en condiciones de disputarle nada a Cristina) dejó de serlo el 10 de diciembre de ese mismo año, cuando el hombre se convirtió formalmente en el Presidente de la Nación y ella quedó relegada, como dijo el primer vicepresidente estadounidense John Adams, “al cargo más insignificante que jamás se haya inventado o imaginado”. Thomas Marshall, vice de Woodrow Wilson, lo relataba en plan Hansel y Gretel: “Había una vez dos hermanos. Uno huyó al mar. El otro fue elegido vicepresidente. Y nunca nadie supo nada más de ninguno”.
El poder de Cristina Fernández para tomar decisiones es nulo. Es lo que le dijo el vice de Roosevelt, John Nance Garner, a Lyndon Johnson cuando este decidió acompañar en la fórmula a John F. Kennedy: “No deberías aceptar; la vicepresidencia no vale ni un balde de pis caliente”. Johnson terminaría cambiando el balde de pis por la valija nuclear, pero solo luego de que mataran a Kennedy. “Como vicepresidente no soy nada, pero puedo llegar a ser todo”, decía Adams. A Alberto, de todas maneras, solo se lo ve un poco cansado, y en la Argentina no se acostumbra matar presidentes.
Por eso es que la discusión nominal sobre la naturaleza de la función vicepresidencial (¿pertenece al Poder Ejecutivo, al Legislativo o a ninguno de los dos?) puede ser entretenida para el mundo abogadil, pero es bastante intrascendente en la realidad. Porque, aunque integrara el poder más poderoso del mundo mundial, Cristina Fernández es apenas la suplente de la única persona facultada para ejercerlo: Alberto Fernández.
En Chaco, la vice se ubicó dentro del Ejecutivo: “Es obvio que la vicepresidenta integra el Poder Ejecutivo; preside el Senado, pero es parte del Ejecutivo”, dijo. Otros creen que, aunque la Constitución los menciona juntos cuando define las condiciones para ser elegidos, la duración del mandato, el sueldo, etc., el artículo 87 es claro: “El Poder Ejecutivo de la Nación será ejercido por un ciudadano con el título de Presidente de la Nación argentina”. ¿Entonces? ¿Pertenece al Poder Legislativo? No parece. ¿Cómo va a formar parte del Congreso quien solo puede votar cuando hay empate? De allí que muchos sostengan que se trata de un cargo híbrido o extra-poder.
Pero todo esto se vuelve intrascendente una vez que analizamos la cuestión sustantiva: ¿qué puede hacer la vicepresidenta? Nada. El poder real, la lapicera para designar y remover funcionarios, la espada para manejar las fuerzas de seguridad y la billetera para disciplinar gobernadores en un país mentirosamente federal, son del presidente.
Basta con leer el artículo 99 del texto constitucional: es el jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país; reglamenta las leyes; dicta decretos de necesidad y urgencia; designa a los jueces de la Corte y a los demás jueces federales inferiores; puede indultar o conmutar penas; selecciona embajadores; supervisa al jefe de gabinete (al que designa igual que a todos los ministros); firma tratados internacionales; es el jefe de las fuerzas armadas; declara la guerra y el estado de sitio, etc. La Vicepresidenta no puede hacer nada de esto, salvo cuando reemplaza en forma transitoria a Alberto Fernández (por ejemplo, cuando viaja, o cuando se toma licencia, como lo hizo hace un mes por el nacimiento de su segundo hijo).
Esto no quiere decir que Cristina no tenga poder más allá de su función formal, claro. Seguramente sigue siendo la dueña de buena parte de los votos. Además, aunque luego de las elecciones legislativas al kirchnerismo no le alcanzan los porotos para hacer leyes, puede marcar agenda con medias sanciones simbólicas y tiene capacidad obstructiva en el Senado. Lo sabe, por ejemplo, Daniel Rafecas, candidato presidencial a Procurador General de la Nación, cuyo pliego duerme en un cajón a pesar de que cuenta con el apoyo de la oposición. Y, finalmente, la vice tiene acceso a importantes espacios en el Ejecutivo gracias a los funcionarios y funcionarias que le responden. Al final del día están a tiro de la decisión presidencial (la ejerza o no), pero entre tanto le responden.
Este hiato entre la legitimidad de Cristina Fernández como jefa indiscutida de su espacio político y las atribuciones constitucionales formales exclusivas de Alberto Fernández constituye el centro de la disputa de poder que la vice minimiza como si entre el 18 de mayo de 2019 y la actualidad no hubiera ocurrido el acto formal de aquel 10 de diciembre en el que Mauricio Macri entregó el bastón y la banda.
Cristina Kirchner vive las mismas desventuras que los primeros vicepresidentes estadounidenses, elegidos con un sistema (modificado en 1804) por el que el suplente podía ser del partido opositor al del presidente. El caso más serio fue el de Thomas Jefferson, que como vice de Adams le hizo la vida imposible. Pero con la reforma posterior (vigente cuando Alberdi pensó nuestra Constitución) esto ya no ocurre.
Lo que sí puede pasar es que se te retobe un vice propio. Preguntale a Carlos “Chacho” Álvarez o a Julio César Cleto Cobos. Pero el sistema lo percibe como una anomalía. Ya lo dijo en 2008 el gobernador Jorge Capitanich, posible candidato del kirchnerismo para 2023: “Se supone que un vicepresidente constituye una fórmula y debe tener solidaridad a (sic) las decisiones políticas”. O, como le aconsejó Pellegrini a Figueroa Alcorta en 1905: “El gran talento de un vicepresidente es saber callar, ser mudo como una tumba”.
El problema de estas anomalías en la Argentina es que, cuando coinciden con crisis económicas (y ese suele ser el caso porque los vice son mudos, pero no boludos), pueden activar la cara más oscura del hiperpresidencialismo y derivar en riesgos de gobernabilidad. Cristina Fernández lo sabe bien. Lo vivió en carne propia luego del voto no positivo de Cobos, cuando estuvo al borde de la renuncia.
El sistema funciona como un juego de suma cero. Quien gana, gana todo; quien pierde, pierde todo. Esto obliga a mirar, en principio, a la oposición: al partido y a los poderes económicos fuera del gobierno. Cobos, guste o no, fue un instrumento de aquellos factores externos. El caso de Cristina Fernández es distinto. No es instrumento de otros. Su problema es que quien no quiere ser instrumentalizado (o no todo lo que ella desearía) es el presidente de la Nación. Por eso es que la vicepresidenta, aun ganando, perdió todo.
Lo que queda es esta especie de juego de la gallina en el que, mientras se dispara el tacómetro de la inflación, Cristina pisa cada vez más a fondo y Alberto se agarra fuerte al volante y, sin soltar del todo el embriague, empieza a acelerar. (Infobae)