El estallido de los disturbios en Kazajistán la semana pasada supone una cruda advertencia para los autócratas del mundo: dejar el cargo es peligroso.
Según un conjunto de datos, desde que acabó la Guerra Fría, un asombroso 70 por ciento de los gobiernos encabezados por autócratas se derrumbaron tras la salida del gobernante.
La tendencia se mantiene sin importar si el líder se va por voluntad propia, es derrocado, muere en el cargo o se retira a una casa de campo.
A veces, como en España tras la muerte de Francisco Franco en 1975, se abre el camino a la democratización. Con mayor frecuencia, como en Egipto, Sudán, Zimbabue y muchos otros países, el resultado es un ciclo de golpes de Estado, conflictos civiles u otro tipo de violencia.
Nursultán Nazarbáyev, el líder que se mantuvo casi 30 años en el poder en Kazajistán, pero que comenzó a cederlo poco a poco a quien lo sucedió en 2019, era, al parecer, muy consciente de este problema.
En 2014 declaró a un entrevistador que cualquier país como el suyo necesitaba “establecer un sistema sostenible que continuara estable tras la llegada de un nuevo líder”, y señaló a Malasia o Singapur como posibles modelos.
Nazarbáyev gestionó su propia salida de un modo que indica una atención meticulosa a las lecciones de la historia, y su transición fue observada de cerca en Moscú y otras capitales como un modelo potencial.
Su salida no parece haber sido lo que desencadenó las protestas en Kazajistán. Sin embargo, los disturbios, la incapacidad del gobierno para mantener el apoyo y ahora su respuesta vacilante son típicos de las burocracias divididas y desorientadas que suelen tambalearse luego de la salida de un dictador.
Los expertos subrayan que esta lección no significa que los autócratas traigan la estabilidad. Todo lo contrario: su estilo de gobierno erosiona los cimientos de la gobernanza, lo cual los vuelve indispensables a costa de legar un sistema político que apenas sirve para gobernar, pero que queda listo para las luchas intestinas.
El dilema del hombre fuerte
Los autócratas que, como Nazarbáyev, gobiernan solos, a diferencia de los que gobiernan en nombre de un aparato partidista más amplio, como en Cuba o Vietnam, enfrentan un reto difícil.
Deben lograr un equilibrio entre todas las facciones internas de su país, las élites gobernantes, los servicios de seguridad y los mandos militares, y asegurarse de que todos tengan suficiente poder y recompensas para comprar su lealtad, pero sin dejar que adquieran el poder suficiente para desafiarlos.
Como resultado, las dictaduras dirigidas por absolutistas tienden a ser más represivas y corruptas. Además, sus líderes suelen obsesionarse con posibles rivales, ya sea un líder regional demasiado popular o un organismo de seguridad con demasiada autonomía.
En sus 29 años de gobierno, Nazarbáyev, al igual que muchos de estos líderes, fue famoso por modificar constantemente su gobierno, ascendiendo y degradando a los diputados para mantenerlos desequilibrados.
Pero ahogar a las estrellas emergentes, vaciar los centros de poder y atiborrar las instituciones con partidarios leales (a menudo elegidos porque son demasiado débiles para suponer una amenaza) hace que el gobierno apenas pueda valerse por sí mismo.
También crea lo que algunos estudiosos llaman el dilema del hombre fuerte, o dilema del autócrata: cómo establecer un sucesor sin crear un rival y cómo dejar un gobierno capaz de sobrevivir al líder sin hacerse redundante ni vulnerable.
Algunos intentan resolverlo preparando a miembros de su familia. Dos de los raros éxitos siguieron este modelo: Azerbaiyán y Siria, donde los autócratas moribundos pasaron el poder a sus hijos.
Sin embargo, los hijos a menudo resultan incapaces de reunir el apoyo necesario, lo cual abre la puerta a que sus contrincantes intenten arrebatarles el poder. Corea del Norte es el único país moderno que no es una monarquía que ha llegado a una tercera generación de gobierno autocrático familiar.
El nombramiento de títeres u otros subordinados fáciles de controlar genera un problema similar.
Mas permanecer en el cargo de manera indefinida no es mucho mejor alternativa. A medida que la salud del líder se deteriora de manera inevitable, sus rivales o hasta sus mismos aliados pueden verse tentados a quitarle el poder antes de que alguien más pueda hacerlo. Robert Mugabe, de Zimbabue, tenía 93 años y era evidente que estaba decayendo cuando fue depuesto en un golpe de Estado.
Por esta razón, los déspotas tienden a esconderse de la vista del público cuando tienen problemas de salud, para evitar dar una imagen de fragilidad que pueda desencadenar una carrera para sustituirlos. También es la razón por la que la desaparición de un dictador, incluso de uno vilipendiado, tiende a producir rumores de pánico, ya que los ciudadanos temen las consecuencias de un vacío de poder.
Cuando el gobierno del dictador funciona, el líder es la piedra angular que mantiene todo unido. Pero cualquier piedra angular es también el punto de mayor debilidad. Si se cae, todo se derrumba, y eso es justo lo que suele ocurrir.
“Los momentos de transición del poder casi siempre han sido momentos de crisis”, escribió el académico Andrew Nathan, “que implican purgas o detenciones, faccionalismo, algunas veces violencia y que se abra la puerta a la intrusión caótica de las masas o el Ejército en el proceso político”.
La lección de Kazajistán
Este dilema se ha cernido sobre todo en las naciones que pertenecieron a la Unión Soviética, donde los autócratas se han mantenido en el poder dos o tres veces más que el promedio de los absolutistas, que es de más o menos una década.
No obstante, un gobierno más largo significa una caída más larga, tanto para el líder como para su país, una vez que le llega el inevitable momento de marcharse.
Esto ha elevado los riesgos, por lo que muchos líderes postsoviéticos han ampliado los límites de sus mandatos. El presidente ruso, Vladimir Putin, extendió hace poco el suyo hasta 2036, cuando tendrá 83 años.
Con cada año que pasa, se vuelve más difícil para los autócratas dejar el poder, mientras aumenta el riesgo de desastre si una crisis los obliga a renunciar a él.
“Las probabilidades de supervivencia del régimen son muy escasas si se fuerza la salida del líder”, afirma Erica Frantz, estudiosa del autoritarismo en la Universidad Estatal de Michigan.
Esto es mucho más que un problema para los autócratas. Este tipo de líderes son cada vez más comunes en todo el mundo, un punto de convergencia tanto para las dictaduras anquilosadas como para las democracias en retroceso. Al menos dos se encuentran en el corazón de Europa. Algunos expertos consideran que China, donde Xi Jinping está construyendo un culto a la personalidad y ha allanado el camino para un gobierno de por vida, ya califica.
Y cuanto más se somete el mundo a este estilo de gobierno, más se exponen millones de personas a los peligros de una sucesión catastróficamente fallida.
Nazarbáyev había abordado aparentemente este problema al abandonar a medias el poder mientras un incondicional suyo asumía nominalmente el mando. En teoría, debía estar lo suficientemente presente como para mantener el sistema unido, pero lo suficientemente ausente como para permitir que se uniera en torno a un nuevo orden.
Pero incluso en casos extraordinarios en los que parece que la transición funcionó, según la investigación de Frantz, el nuevo gobierno tiende a colapsar en un promedio de cinco años.
“Sus sucesores suelen enfrentarse a graves problemas de gobernabilidad”, dijo, citando a Venezuela, donde el presidente Nicolás Maduro ha enfrentado crisis cada vez mayores desde que sucedió a Hugo Chávez en 2013.
Kazajistán parece ahora también un ejemplo de ello. Se ha puesto en duda la supuesta solución de Nazarbáyev y los acontecimientos sugieren que el problema de la sucesión de un autócrata puede ser, en cierto nivel, irresoluble.
Por eso, al igual que se cree que la salida de Nazarbáyev en 2019 fue observada muy de cerca en salones de palacio desde Moscú hasta Manila, con toda seguridad la agitación que no logró evitar también lo será. (The New York Times)