Ampliar
Ese día, a las 10.25, se escuchó un rugido repentino y lacerante. Luego, solo gritos, sollozos, polvo y escombros. El vestíbulo de la estación central de Bolonia se llenó de sangre y escombros. En el primer dosel de la plataforma la explosión embistió al tren Adria Express 13534 Ancona-Basilea, retrasado una hora en la hoja de ruta, donde los rostros de los pasajeros reflejaban confusión y horror. Aquel tórrido sábado de agosto se daba el éxodo hacia las vacaciones. La explosión atravesó el ala izquierda de la estación sobre la plaza Medaglie d'Oro, la sala de espera de segunda clase, las oficinas del primer piso y el restaurante, donde perdieron la vida seis trabajadores. Entre las víctimas también hubo dos taxistas, que esperaban pasajeros frente al edificio que quedó pulverizado. La primera hipótesis que circuló sobre las causas del desastre, un accidente provocado por el estallido de una caldera, no duró mucho tiempo, incluso porque en el punto de la explosión no había ese tipo de artefactos. Con el curso de las horas se tuvo la certeza del escenario más temido: un atentado terrorista con una bomba de gran potencia.
Inmediatamente, sin descanso, comenzaron a trabajar los rescatistas, los bomberos, policías, militares y voluntarios en busca de personas aún con vida entre los escombros. Una cadena espontánea que en poquísimo tiempo reactivó a una ciudad que estaba "cerrando por vacaciones". Las líneas telefónicas se atestaron, llegaron los primeros cronistas al lugar para poder relatar el horror de aquellos momentos que "expropiaron" la cabina de controles de autobuses ubicado en la plaza donde el teléfono funcionaba y desde allí se podían transmitir las informaciones, ya que todavía no existían ni los teléfonos celulares ni Internet. En los hospitales se les pedía a médicos y enfermeros, que ya habían tomado vacaciones, que volvieran a trabajar, mientras un autobús Atc de la línea 37, el interno 4030, devino en símbolo de aquel día terrible, al transformarse en un improvisado coche fúnebre para transportar los cuerpos hasta la morgue, entonces ubicada en la calle Irnerio, a poca distancia de la estación de Bolonia.
Ese autobús era manejado por Agide Melloni, quien entonces tenía 30 años.
"Me pidieron transportar los cadáveres con el bus. Desde la mañana hasta las 3 de la madrugada, con sábanas blancas colgadas en las ventanillas. En cada viaje me acompañaba un socorrista, para apoyarme", recordó en diálogo con la prensa. La víctima más pequeña fue Angela Fresu, de apenas 3 años, seguida por Luca Mauri, de 6, Sonia Burri, de 7. Los mayores, Maria Idria Avati, de 80, y Antonio Montanari, de 86.
Hasta la estación llegó ese día el entonces presidente italiano, Sandro Pertini, conmovido y angustiado, mientras todos a su alrededor formaban una cadena humana para retirar con rapidez los escombros con la esperanza, cada vez más tenue, de hallar algún rastro de vida. Esa misma noche, la Piazza Maggiore se llenó por una manifestación, la primera respuesta de movilización política para pedir verdad y justicia, mientras a altas horas de la madrugada, en la morgue, donde las cámaras frías no daban abasto para contener tantos cuerpos, un mariscal de los carabineros intentaba identificarlos. Una identidad a veces confiada a restos de indumentarias o de documentos, a un anillo, a restos de una cadenita. El día de los funerales, el alcalde Renato Zangheri recordó que lo mismo se había vivido ya el 4 de agosto de 1974, en el Italicus a San Benedetto Val di Sambro, con 12 muertos y 44 heridos.
"La misma ciudad, el mismo cruce ferroviario, los mismos días de vacaciones, tal vez el mismo propósito de aplicar el crimen sobre el cuerpo de los turistas extranjeros y, por lo tanto, demostrarles a otros pueblos y gobiernos la debilidad de nuestra democracia", había dicho Zangheri.(ANSA)