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Mi anterior columna ponía en evidencia el racismo de un laureado poeta nacional. Éste respondió en su muro de Facebook con varias sandeces y ninguna explicación. Algo interesante escribió, empero, cuando puso que yo estaba golpeando los “tambores del resentimiento (racial)”.
Esta acusación era un eco de la que inopinadamente me había arrostrado meses atrás H.C.F. Mansilla: “Molina y los otros han retrocedido un siglo para explicar la Bolivia de hoy. Son personas retrógradas en el sentido en que enfatizan aspectos que ya no responden a la problemática actual, como si todo se pudiera explicar a través de la confrontación étnica entre la Bolivia tradicional (blanca y urbana) y la Bolivia indígena y campesina”. Para Mansilla, el enfoque de “Molina y los otros” — que él denomina “mentalidad étnico-racial”— tiene un “carácter premoderno”.
Quisieron los dioses de la ironía que un par de meses después de que este argumento fuera publicado estallara el movimiento “premoderno” Black Lives Matter, a raíz del cruel asesinato de un negro por un policía estadounidense. Mansilla debe seguir preguntándose —si acaso mantiene el sentido de la responsabilidad intelectual— cómo es que los“procesos de ciudadanización” que él cree han superado la “confrontación étnica” en Bolivia a partir de los años 50, no han logrado en cambio mucho en los Estados Unidos.
Por supuesto, Mansilla tampoco tiene razón en cuanto a Bolivia. Esos “procesos de ciudadanización” existieron, pero no superaron la confrontación y en especial la denigración étnica. No lo hicieron ni en el campo de la vida cotidiana ni en el campo de la política.
El rechazo de Mansilla a análisis como los de “Molina y los otros” tenía su origen en el deseo de salvar al movimiento de los “pititas” —con el que el escritor se identificaba— de todo componente racista. Provenía de este cálculo y no del amor a la verdad que uno tiende a suponer arde en un alma filosófica. Por otra parte, el rechazo del laureado poeta tenía el propósito, compartido por la mayoría de los blancos bolivianos, de esconder el racismo debajo de la alfombra, a fin seguir disfrutando de la fiesta en paz, sin tener que oír las razones de los indios (convertidas en pura retórica “masista”). En el fondo, el poeta pretendía decir lo mismo que denuncia la frase acuñada por el indianista Carlos Macusaya: “El racismo no existe en Bolivia, indios de mierda”.
La cuestión racial es un tabú. ¡Qué incomodidad la que produce cuando se introduce en el debate boliviano! ¡Hasta los intelectuales progresistas blancos comienzan a sudar la gota gorda! O, para decirlo con más precisión, sudan la gota gorda cada vez que no se habla de esta cuestión en referencia a los indios (ya sea para verlos como “pobrecitos” o como sujetos heroicos de alguna construcción futurista: revoluciones, capitalismos heterodoxos, etc.), sino en referencia a los blancos. Unos blancos que, desaparecidos de la historia intelectual, los intelectuales progresistas también prefieren no ver.
Tomemos por ejemplo a Luis Tapia analizando el movimiento de los “pititas”. ¿Vio en algún momento que eran blancos los que se movilizaban contra indios —y viceversa—? No, no lo vio. A este respecto, Tapia coincidió completamente con Mansilla: el marxismo trascrítico se dio la mano con el conservadurismo aristocratizante para borrar el clivaje racial de la coyuntura y, en particular, para invisibilizar a los blancos. Para la entente Tapia-Mansilla, estos podían ser “clases medias”, podían ser “comités cívicos”, podían ser “agrupaciones ciudadanas”; lo que no podían ser en ningún caso —hubiera sido “premoderno”— era ser blancos. Como dice Robin Diangelo: “Los blancos solamente se ven a sí mismos como gente”.
Siguiendo estos análisis hasta sus últimas consecuencias, se debe concluir que el indianismo, en todas sus ramas, es “premoderno”… Esto, en el caso de Mansilla. En el de Tapia, el poscolonialismo que el autor pregona debe quedar en suspenso a la espera de otros momentos más “clásicos” en los que los indios luchen por las selvas y no por defender al “monstruoso” Evo. Así es como estos intelectuales les jalan las orejas a los indígenas por no plantear sus luchas en los términos que ellos les prescriben. Una actitud que tiene un nombre, pero que me abstendré de pronunciar para que no se me acuse de tañer los “tambores del resentimiento”.
Termino con una proclama: No habrá ninguna forma de superar el resentimiento —que en efecto es una de las cualidades negativas del ser boliviano— si no rompemos el tabú y, con él, el privilegio. (La Razón)